La semana pasada me presentaron a dos compañeros veteranos del área de tecnología de Cajamar mientras desayunábamos en la nueva sede de la entidad. Me bastaron unos minutos de charla para comprobar que llevaban muchos tiros pegados desarrollando proyectos para el sector bancario.
Como no podía ser de otro modo, la conversación giró en torno a las bondades de nuestro nuevo emplazamiento. Mencionaron lo agradable que les resultaba pasear por las zonas verdes y lo impresionados que estaban con el diseño de los espacios, concebidos deliberadamente para potenciar la creatividad y el trabajo colaborativo.
“Por fin los de arriba han entendido que unas oscuras oficinas no harán que seamos más productivos. Nuestro trabajo se parece más a un oficio artesanal que a una línea de producción industrial”, señalaban con convicción.
Reconozco que hasta hace unos años no había prestado mucha atención a las ramas del diseño relacionadas con la arquitectura pues consideraba que el interiorismo o el paisajismo, por poner dos ejemplos, escapaban a mi labor de “hacedor de interfaces digitales”. No era consciente de que los espacios que habitan nuestros usuarios forman parte de su contexto e influyen en su estado de ánimo y productividad.
Nos despedimos, pero sus palabras siguieron rondando en mi cabeza. En diseño, llevamos años empujando la industrialización de los procesos, buscando la eficiencia a costa de sacrificar personalidad, chispa o como quieras llamarlo. Sin embargo, estos dos programadores de la vieja escuela, ya de vuelta de todo, seguían aferrados a conceptos como la artesanía y el trabajo creativo.
Llegados a este punto, me surgen dos cuestiones:
¿Es el acto de crear –el componente de una interfaz, un logotipo o un pedazo de software– lo que realmente nos mantiene vivos y conectados a lo que hacemos?
Y, por otra parte… ¿Es posible que el diseño de estos nuevos espacios haya reforzado la identidad como artesanos de mis compañeros en un entorno cada vez más industrializado?