Este verano nos hemos escapado a la Sierra de Cádiz para reconectar con la naturaleza y alejarnos de todo el catastrofismo que nos ha embargado estos últimos meses. La verdad es que durante los preparativos del viaje nos surgieron muchas dudas para decidir el establecimiento en el que hospedarnos ya que los comentarios publicados por antiguos clientes pertenecían a una realidad ajena a la nuestra, con valoraciones de otra época en la que primaba la abundancia del buffet o la amabilidad del personal, por poner dos ejemplos.
Por suerte, todos nuestros miedos se disiparon nada más llegar al hostal rural en el que finalmente nos alojamos. La agradable decoración rústica lucía mejor que en las fotos de la web y todo estaba justo como debía estar. Sin embargo, hubo un detalle que nos dejó un pelín desconcertados: el tufo de la entrada y las zonas comunes era exactamente igual al olor que desprende la recepción de una clínica dental. Esto era claramente un indicativo de que se estaban siguiendo los protocolos pertinentes de seguridad e higiene, pero estaba tan fuera del contexto esperado que terminó sacándonos del proceso inmersivo.
Los parámetros que definen y modulan la experiencia de cliente cambian constantemente y demostrar que estamos en un entorno totalmente aséptico –aunque no veamos al personal de limpieza por ningún lado– parece ser una prioridad en estos momentos para cualquier sector.
Como diseñadores siempre buscamos la experiencia perfecta (o casi perfecta) alineando las variables adecuadas y ajustando los parámetros que controlan las sensaciones de los usuarios. Sin embargo hay factores exógenos que nos obligan a modificar aquello que damos por supuesto. Sustituir el olor a madera o chimenea por una fragancia que sugiera desinfección puede no ser la forma más elegante de recibir a una persona en un entorno rural, pero tal vez les asegure un flujo constante de clientes en un momento tan incierto como el actual.
Limpieza: ★★★★★